En la época de los incas, esta ceremonia se realizaba en la plaza Aucaypata (hoy Plaza de armas del Cusco), con la asistencia de la totalidad de la población de la urbe, tal vez unas cien mil personas.
En el solsticio de invierno sucede el día más corto y la noche más larga del año. Durante la época incaica, ese hecho revestía fundamental importancia, pues era el punto de partida del nuevo año, se asociaba con el nacimiento del inca.
Inca Garcilaso de la Vega nos dice que era ésta la principal fiesta y a ella concurrían «los curacas, señores de vasallos, de todo el imperio con sus mayores galas e invenciones que podían haber». La preparación era estricta, pues en los previos «tres días no comían sino un poco de maíz blanco, crudo, y unas pocas de yerbas que llaman chúcam y agua simple. En todo este tiempo no encendían fuego en toda la ciudad y se abstenían de dormir con sus mujeres». Para la ceremonia misma, las vírgenes del Sol preparaban unos panecillos de maíz.
Ese día, el soberano y sus parientes esperaban descalzos la salida del sol en la plaza. Puestos en cuclillas («que entres estos indios es tanto como ponerse de rodillas», aclara el cronista), con los brazos abiertos y dando besos al aire, recibían al astro rey. Entonces el inca, con dos vasos de oro, brindaba la chicha: del vaso que mantenía en la mano izquierda bebían sus parientes; el de la derecha era derramado y vertido en un tinajón de oro.
Todos los rituales estaban acompañados por danzas y el sonido de los pututos. Conchas marinas que se usaban como instrumentos musicales de viento. Hombres y mujeres se pintaban el rostro de amarillo y exhibían la cabeza disecada de un venado, cuyos cuernos también se usaban como instrumentos musicales.
Después todos iban al Coricancha y adoraban al sol. Los curacas entregaban las ofrendas que habían traído de sus tierras y luego el cortejo volvía a la plaza, donde se realizaba el masivo sacrificio del ganado ante el fuego nuevo que se encendía utilizando como espejo el brazalete de oro del sacerdote principal. La carne de los animales era repartida entre todos los presentes, así como una gran cantidad de chicha, con la que los festejos continuaban durante los siguientes días.
Al atardecer, los pobladores adoraban al Sol inclinando sus cuerpos y alzando los brazos. Era el final de la fiesta. El inca retornaba a su palacio, mientras las mujeres arrojaban a su paso flores rojas y plumas multicolores.
Los cusqueños indígenas suelen narrar que un 24 de junio en el momento en que el Inti sol esté listo y muestre sus primeros rayos, una de las vírgenes de algún lugar del Tahuantinsuyo, cuya sangre es noble, dará a luz al nuevo soberano inca, con él volverán los días de gloria de su pueblo, esta mítica leyenda no deja de ser una esperanza para los pobladores indígenas del Cusco.
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