Hay dos momentos del año en los que la distancia angular del Sol al ecuador de la Tierra es máxima. Estos momentos son los llamados solsticios, palabra ésta que significa “sol inmóvil” porque da la impresión de que el Sol apenas mueve su declinación de un día a otro. El solsticio de verano es el gran momento del curso solar y, a partir de ese punto, comienza a declinar. Antes de cristianizarse esta fiesta, los pueblos de Europa encendían hogueras en sus campos para ayudar al sol, en un acto simbólico con la finalidad de que “no pierda fuerzas”. Parecería que en su conciencia colectiva sabían que el fuego destruye lo malo y lo dañino.
Se ha asociado esta festividad de San Juan al solsticio de verano, pero esto tan sólo es cierto para la mitad del mundo o, mejor dicho, para los habitantes que viven por encima del ecuador (en el hemisferio norte), ya que para los que están en el sur, el solsticio es el de invierno. En el hemisferio norte es el día más largo y, por consiguiente, el poder de las tinieblas tiene su reinado más corto, y en el hemisferio sur ocurre todo lo contrario.
Estemos en el hemisferio que estemos, al Sol se le ayuda para que no decrezca y mantenga todo su vigor.
En los antiguos mitos griegos, a los dos solsticios se los llamaba “puertas” y, en parte, no les faltaba razón. La “puerta de los hombres”, según estas creencias helénicas, correspondía al solsticio de verano (del 21 al 22 de junio), a diferencia de “la puerta de los dioses” del solsticio de invierno (hemisferio norte) (del 21 al 22 de diciembre).
La noche de San Juan es una fecha en la que numerosas leyendas fantásticas son unánimes al decir que es un periodo en el que se abren de par en par las invisibles puertas del “otro lado del espejo”: se permite el acceso a grutas, castillos y palacios encantados; se liberan de sus prisiones y ataduras las reinas, las princesas y las infantas cautivas merced a un embrujo, ensalmo o maldición; salen a dar un vespertino paseo a la luz de la luna seres femeninos misteriosos en torno a sus infranqueables moradas; afloran enjambres de raros espíritus duendiles amparados en la oscuridad de la noche y de los matorrales; las jóvenes mujeres enamoradas sueñan y adivinan quien será el galán que las despose; las plantas venenosas pierden su dañina propiedad y, en cambio, las medicinales multiplican sus virtudes; los tesoros se remueven en las entrañas de la tierra y las losas que los ocultan dejan al descubierto parte del mismo para que algún pobre mortal deje de ser, al menos, pobre; el rocío cura ciento y una enfermedades y además hace más hermoso y joven a quien se embadurne todo el cuerpo; los helechos florecen al dar las doce campanadas...y se podría seguir.
Orígenes paganos
Esta fiesta solsticial es muy anterior a la religión católica o mahometana e incluso, dentro de las distintas prácticas religiosas, no se han celebrado en la misma fecha .
Uno de los antecedentes que se puede buscar en esa festividad es la celebración celta del Beltaine, que se realizaba el primero de mayo. El nombre significaba “fuego de Bel” o “bello fuego”. Durante la misma se encendían hogueras que eran coronadas por los más arriesgados con largas pértigas. Después los druidas hacían pasar el ganado entre las llamas, para purificarlo y defenderlo contra las enfermedades. A la vez, rogaban a los dioses que el año fuera fructífero y no dudaban en sacrificar algún animal para que sus plegarias fueran mejor atendidas.
Otra de las raíces de tan singular noche hay que buscarla en las fiestas griegas dedicadas al dios Apolo, que se celebraban en el solsticio de verano, encendiendo grandes hogueras de carácter purificador. Los romanos, por su parte, dedicaron a la diosa de la guerra, Minerva, unas fiestas con fuegos, existiendo la costumbre de saltar tres veces sobre las llamas. Ya por entonces se atribuían propiedades medicinales a las hierbas recogidas en aquellos días.
Es curioso que entre los beréberes de África del norte (Marruecos y Argelia) se enciendan el 24 de junio, durante la fiesta llamada ansara, hogueras que producen un denso humo, considerado protector de los campos cultivados. A través del fuego se hace pasar entonces los objetos y utensilios más importantes del hogar. Los beréberes las encienden en patios, caminos, campos y encrucijadas y queman plantas aromáticas. Prácticamente ahuman todo, incluso los huertos y las mieses. Saltan siete veces sobre las brasas y pasean las ramas encendidas por el interior de las casas y hasta las acercan a los enfermos para purificar e inmunizar el entorno de todos los males.
Lo cierto es que esta costumbre beréber de celebrar el solsticio es preislámica, porque se basa en el calendario solar, mientras que el musulmán es lunar.
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