« Cuenta la tradición que hace muchas centurias y en la poética ciudad de Cangas de Onís, vivía un rey con una hija joven y bella.
Todos los nobles, prendados de su hermosura, disputaban su corazón, pero la princesa a nadie correspondía, decidida a casarse únicamente por amor verdadero.
Haciéndosele imposible la espera, un día ordenó el rey que la trajeran a su presencia y con acento severo, advirtióle-- Tienes ocho días para elegir marido, si es que no quieres exponerte a la suerte de un castigo-- Breve me lo fiáis-- contestó la joven--; no me casaré hasta tanto no me sienta firmemente enamorada.
Había transcurrido el tiempo prefijado y propúsose el rey dar cumplimiento a su palabra. Invitó a la princesa a un paseo y la condujo hasta un paraje de Abamia, donde se abría una cueva de la que el vulgo contaba cosas extraordinarias: decían unos que de allí salían gemidos y suspiros; referían otros que su interior comunicaba con el mismo infierno; no faltando quién aseguraba que allí habitaba el misterioso cuélebre... Abandonó el rey su montura y con curiosidad fingida acercóse a la puerta de la cueva; otro tanto hizo la princesa, momento en el que el padre aprovechó para, mirándola fijamente, conjurarla con estas palabras: "En esta cueva te meterás, y cuélebre te harás, y el que contigo quiera casar, tres besos en la lengua te tiene que dar..." Al instante la frágil y bella princesa se convirtió en espantoso cuélebre que se deslizó pasaderamente cueva adentro.
... Cumplido el castigo, pesaroso, retornó el rey a palacio, sin darse cuenta de que en las proximidades de la cueva andaba un pastor, mozo apuesto, que vio el encantamiento y oyó el conjuro. Armado de valor, penetró en la cueva, y prendiendo fuertemente la cabeza del cuélebre, le dio tres besos en la lengua. Al instante se rompió el conjuro y apareció la princesita, radiante, serena y pletórica de hermosura.
Asegura la tradición que esta vez sí se enamoró la princesa de su salvador, que se casaron y que fueron reyes felices ».
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