El lobo y el cuervo llevaban semanas viajando, solos, por el bosque.
Una vez más, no quedaba nadie salvo ellos al final del invierno. Todos huían o morían, pero el cuervo sabía encontrar comida desde lo alto, el lobo sabía aguantar el hambre, y ambos sabían cómo robar a los hombres el alimento que necesitaban.
Al final, sólo ellos contemplaban el amanecer de todo, una vez más.
El lobo caminaba en silencio, sus pisadas amortiguadas por la nieve. El único sonido cercano era el revoloteo de las alas del cuervo, cuando saltaba de un árbol desnudo a otro. La madera congelada, la escarcha y la nieve eran lo único visible del bosque. Los demás animales habrían escarbado en la nieve, habrían tratado de romper el hielo, habrían huido del frío... pero no ellos. Ellos caminaban sobre la nieve.
Ellos caminaban sobre la muerte, junto a ella, y sobrevivían.
El cuervo miró atrás.
―Hoy la Muerte se retrasa ―dijo―. A estas horas siempre camina ya por el bosque.
―Estará recogiendo el alma de algún conejo extraviado ―respondió el lobo.
A los pocos pasos, así fue, encontraron a la Muerte sentada en la nieve junto a un pequeño conejo gris que tiritaba, incapaz de moverse. Al verlos aparecer, el conejo levantó la cabeza y los llamó:
―¡Por favor, ayudadme! ¡Salvadme la vida y os enseñaré dónde viven los míos, para que podáis encontrar comida en invierno!
―No necesitamos tu ayuda ―respondió el lobo―. Nosotros siempre sobrevivimos al invierno.
El conejo les rogó entre lágrimas que lo ayudaran, pero la Muerte levantó su guadaña.
―Es la hora ―dijo, y segó el alma del conejo, que cayó sin vida sobre la nieve.
Después, los tres se alejaron caminando sin prisas por el bosque. Al atardecer, como cada día, la Muerte se despidió de ellos y siguió su camino hacia el pueblo, más allá del bosque.
Al día siguiente, el cuervo y el lobo volvieron a caminar juntos por entre los árboles helados.
―Hoy la Muerte también se retrasa ―dijo el cuervo―. A estas horas siempre camina ya por el bosque.
―Estará recogiendo el alma de algún árbol enfermo ―respondió el lobo.
A los pocos pasos, así fue, encontraron a la Muerte sentada en la nieve junto a un viejo árbol. Al verlos aparecer, el árbol hizo crujir sus ramas y los llamó:
―¡Por favor, ayudadme! ¡Salvadme la vida y os prestaré mi propia leña para que podáis calentaros!
―No necesitamos tu ayuda ―respondió el cuervo―. Nosotros siempre sobrevivimos al invierno.
El árbol comprendió que no lo ayudarían, y esperó con tristeza a que la Muerte levantara su guadaña.
―Es la hora ―dijo, y segó el alma del árbol, que crujió una última vez antes de secarse por completo.
Después, los tres se alejaron caminando sin prisas por el bosque. Al atardecer, como cada día, la Muerte se despidió de ellos y siguió su camino hacia el pueblo, más allá del bosque.
―También hoy se retrasa la Muerte ―dijo el cuervo al día siguiente.
―Estará recogiendo el alma de algún ciervo anciano ―respondió el lobo.
A los pocos pasos, así fue, encontraron a la Muerte sentada en la nieve junto a un hermoso ciervo. Al verlos aparecer, el ciervo levantó la cabeza para mirarlos, pero no los llamó.
―¿No vas a pedirnos ayuda? ―preguntó el lobo. El ciervo negó lentamente con la cabeza, haciendo caer nieve de su fuerte cornamenta.
―Ha llegado mi hora. ¿Por qué debería intentar escapar de lo que nadie puede huir? A todos nos llega la muerte alguna vez, y yo he vivido ya durante muchos años.
―Tal vez tengas razón ―respondió el lobo, y no dijo nada más.
―Es la hora ―dijo la Muerte, y segó el alma del ciervo, que reposó la cabeza en la nieve y pareció quedarse dormido.
Después, los tres se alejaron caminando sin prisas por el bosque. Al atardecer, como cada día, la Muerte se despidió de ellos y siguió su camino hacia el pueblo, más allá del bosque.
―No puedo creerlo ―dijo el cuervo al día siguiente―. ¡La Muerte también se retrasa hoy!
―Estará recogiendo el alma de algún pájaro perdido ―respondió el lobo.
―No, no. No hay pájaros ya. No queda nadie en el bosque salvo nosotros. Lo he visto.
Siguieron andando, y de pronto encontraron algo extraño en un claro del bosque. Se acercaron para ver que era, y descubrieron una bellísima flor roja que crecía entre la nieve. Parecía imposible que hubiera podido nacer en pleno invierno, pero allí estaba. Ambos se acercaron con cuidado, maravillados por su belleza.
―¿Qué eres? ―preguntó el lobo― Jamás había visto una flor como tú.
―Soy una rosa ―respondió la flor en un susurro―. Las de mi especie no crecen en el bosque. Una niña me trajo aquí esta mañana y enterró mis raíces en esta tierra helada.
―No podrás sobrevivir aquí ―dijo el cuervo, revoloteando hasta una rama―. El frío te matará.
Los dos dieron
media
vuelta y se marcharon, sin hablar más de aquello.
Sin embargo, cuando cayó la noche y se despidieron hasta el día siguiente, el lobo caminó de nuevo hasta el claro donde habían encontrado la rosa. La hermosa flor seguía allí, igual de hermosa a pesar de que habían caído copos helados sobre sus pétalos. Al verlo, se giró para mirarlo.
―¿Qué haces aquí? ―quiso saber. El lobo tardó un tiempo en responder.
―Mirarte.
―¿Por qué?
―Me gusta tu aspecto. Eres hermosa, diferente al resto del bosque. Todo es blanco y está congelado alrededor; no hay nada bello aquí.
―No es cierto ―opinó la rosa―. Los copos de nieve son bellos, y también los arroyos helados, el cielo, las nubes, la nieve cayendo, y las ramas de los árboles.
―Entonces no puedo entenderlo ―respondió el lobo, acercándose a ella―. Pero algo en ti me atrae. Es una pena que vayas a morir pronto. Por eso he venido; desaparecerás antes del alba. Quería verte por última vez.
En aquella ocasión fue la rosa la que tardó en responder.
―Entonces, sálvame.
Algo se agitó en el interior del lobo.
―No puedo.
―Sí, puedes. Llévame de vuelta a donde pertenezco, a la casa de paredes blancas donde vivía antes de que la niña me trajera aquí. Mi vida será corta aún así, pero moriré lejos del frío, y moriré en casa.
La rosa lo miraba con emoción. El lobo pensó en aquello, pero era demasiado peligroso. Si se acercaba tanto al pueblo, los hombres lo matarían. Entonces miró a la rosa, temblando bajo los copos que caían, con el color encarnado de sus pétalos destacando como sangre sobre la nieve. Aunque decidiera salvarla, no viviría más de unos días; era ley de vida. Seguramente, nunca volvería a ver a ninguna como ella. Justo en aquel preciso instante, la flor alzó la mirada hacia él, y el lobo quedó atrapado por sus ojos.
―Sálvame ―le pidió ella. El lobo recordó al conejo y al árbol.
―¿Qué me darás a cambio? ―susurró; no podía apartar la vista.
―Nada ―respondió la rosa, sin dejar de mirarlo―. No puedo darte nada.
Entonces, el lobo vio aparecer una túnica oscura entre los árboles. La Muerte se detuvo al verlo y permaneció de pie en el borde del claro, a espaldas de la rosa. En aquel momento, la hermosa flor se desmayó con un suspiro, incapaz de soportar el frío.
―¿Has venido a por ella? ―preguntó el lobo. La muerte se pensó la respuesta.
―Eso depende de ti.
―¿Puedo salvarla?
Hubo un momento de silencio, en el que ni siquiera el viento del bosque se atrevió a dejar de contener el aliento. Después, la Muerte inclinó vagamente la cabeza, asintiendo.
―Si vas al pueblo, morirás ―advirtió, con voz grave―. Tengo que llevarme una vida, y ella debía morir hoy. Esta era su hora. No podéis vivir los dos.
El lobo cerró los ojos y respiró dulcemente sobre la rosa, tratando de devolverle algo de calor. Cuando volvió a abrirlos, vio que ella lo miraba.
Aquel día al amanecer, dicen que vieron un cuervo volando en el margen del bosque, como si no quisiera arriesgarse a salir a cielo abierto, pero no pudiera marcharse del todo. Dicen que un lobo corrió desde el bosque, atravesando el pueblo. Los cazadores lo hirieron de muerte, pero la bestia siguió corriendo y se encaramó a la tapia de una casa. Dicen que llevaba una rosa roja en la boca, y que la depositó en las manos de una niña antes de seguir huyendo. Dicen que llegó hasta la linde del bosque y, entonces, se desplomó. Dicen que desde entonces, cada amanecer, un cuervo baja de las ramas y se posa en aquel mismo lugar.
Y que, cuando los cazadores se acercaron, vieron una silueta oscura alejarse bosque adentro, sin prisas, como si sus largos ropajes se fundieran con las últimas sombras de la noche.
El cuervo llevaba semanas viajando, solo, por el bosque. Una vez más, no quedaba nadie salvo él al final del invierno. Todos huían o morían, pero el cuervo sabía encontrar comida desde lo alto, y cómo robar a los hombres el alimento que necesitaba. El cuervo sobrevivía; el cuervo no cometía errores; el cuervo no se enamoraba. Estaba solo, y estaba vivo.
Al final, sólo él contemplaba el amanecer de todo, una vez más.
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